Cuando me pongo detrás de las cámaras siempre es para mí una aventura adolescente. Las primeras veces literalmente -por edad-, porque si eres un director de cine vocacional seguro que has hecho más de un corto y más de dos antes de cumplir los veinte años. Y después –insisto, siempre que seas vocacional-, cualquier rodaje posterior, incluso el más caro, el más condicionado por la industria, el más profesional, tiene un componente absolutamente adolescente. Adolescente por lo arriesgado, por lo imprevisible, lo dinámico, lo inútil y lo excitante. En este capítulo os traigo a tres de mis directores preferidos que representan, como pocos, esa adolescencia eterna del director de cine. Adolescencia más marcada aún si cabe porque los tres, a pesar de ser muy distintos y de tener intereses muy diferentes, siempre han hecho sus películas al margen de la industria y sólo con una motivación en la cabeza: el puro placer de hacer cine.